«No siento ningún interés por la amargura»


Con un pie en el cine y otro en la literatura, Rodrigo Cortés se las ingenia para salir siempre airoso de todos los envites: como director, como productor, como narrador y, ahora también, como gurú de lo cotidiano. Con grandes dosis de humor, acidez y una asombrosa lucidez, demuestra en su último libro que lo humano y lo divino caben perfectamente en un azulejo. 

¿Le molesta que le acusen de clarividente? 
Sabía que me haría usted esa pregunta.

Debí imaginarlo. Qué gran poder y, a la vez, qué gran responsabilidad.
Es una especie de maldición, sí.

¿Peor que hacer noche en un tren o levantarse a las 3 de la madrugada?
Es físicamente imposible saber si son las 3 o las 2 sin preguntar al revisor. Hacer noche en un tren es, por tanto, saludable.

Clarividente y estoico... Creía que tras esa obsesión suya por el sueño y los cambios horarios latía cierto cansancio.
Lo hace. Duermo poco, aunque pocas veces estoy despierto. Puedo, eso sí, trabajar cansado sin que se me note demasiado.

No se estará refugiando en la literatura para huir del cine, ¿verdad?
Persigo el cine de forma infatigable. Dudo que vuelva a publicar antes de rodar de nuevo.

¿Es posible definir sin definirse? O, en su caso, ¿desnudar la realidad sin desnudarse?
Mostrar es siempre mostrarse. Uno no desvela la realidad, desvela una perspectiva. Que delata su ubicación.

Este libro también delata su ubicación.
Acláreme eso, si es tan amable...

Quiero decir que su contenido y su aparente anarquía dejan bastante al descubierto sus coordenadas como individuo.
Inevitablemente. Su naturaleza fragmentaria acaba desvelando cada una de las caras del poliedro que uno, para bien y para mal, es.

Y, como ser poliédrico, ¿se siente más cercano a la amargura de Ambrose Bierce o a la acidez de Woody Allen?
A la lucidez de Bierce. No siento ningún interés por la amargura.

Pero no negará que hay un cierto poso de amargura en lo que escribe.
Si no quiere usted, no lo niego. A mí qué me cuesta.

Cuando habla del amor, de lo que espera del otro o del futuro, ¿diría usted que no es amargo?
Espero que no. La amargura es el resultado de la queja interna.

Puede ser, entonces, que la amargura haya estado en los ojos del lector.
No deje que eso le amargue.

Volviendo a la lucidez: hay frases aquí dentro que valen más que el precio que cuesta el libro.
El precio es, por suerte, escueto...

¿Siente debilidad por alguna?
Me gusta, por ejemplo: «Las certezas engañan». O: «No soy tan feliz como para querer a cualquiera».

Mis favoritas son «Vivir no es durar» y «Amar es odiar sin mirar». La RAE debe de estar temblando ante su revisión del diccionario.
¿Lo dice usted por Verbolario?

No solo por eso, también en sus dos libros afila el significado de muchas palabras. Me refiero a su faceta de redefinidor.
No se trata tanto de definir términos cuanto de destaparlos. O de mirarlos desde arriba. Y desde abajo.

No puede evitarlo, ¿verdad?
¿Qué he hecho ahora?

Ha sonado a reproche, pero no lo es. Digo que no puede evitar observar lo mundano desde sus filos.
Tengo tendencia a mirar detrás de la cortina, sí. Y debajo de la alfombra.

Le voy a citar: «Las grandes editoriales confían en la capacidad de venta de sus autores. Las pequeñas, en la de compra». ¿Cómo es la suya?
Mi capacidad de compra es limitada, pero mi madre sostiene la editorial. Delirio, por su parte, es una editorial pequeña y mimosa, pero conoce el secreto de la cuadratura del círculo. 

No es su madre la única en confiar en usted. También su editor, Fabio de la Flor, parece hacerlo ciegamente.
No diría que ciegamente, pero sí de forma insensata. Sospecho que no me lee.

Tres libros en tres años, no está nada mal. Cuando haya rendido cuentas con el cine, ¿volverá a publicar?
No es una afición, es lo que hago. No habrá cámara sin pluma ni pluma sin cámara.

Lleva en esto desde los 16. ¿Dónde se ha encontrado más obstáculos, en el cine o en la literatura?
En el cine, por su complejísima logística y su desmesurado coste. Lo difícil, en cualquier caso, no es hacer una cosa u otra: lo difícil es hacerlo bien.

¿Presta alguna atención a las críticas?
No mucha, pero solo porque me resulta difícil tomarlas en serio. Tiendo a evitar la euforia y el lamento.

Lo del lamento lo entiendo, pero, ¿por qué la euforia?
La euforia es solo una forma desesperada de lamento.

¿Qué le mueve a seguir creando?
No sé si tengo respuesta para eso; la necesidad de ser, supongo. Tal vez uno sea en la medida en que haga.

¿Siente que es más cuando sus ideas alcanzan al resto?
¿Podría reformular la pregunta? No dé por sentada mi inteligencia...

Todo creador busca un público, plantea una propuesta y espera una reacción. ¿Es usted más cuanto más muestra, cuanto más lejos llega?
No. Soy más cuando crezco; a menudo, por los inconvenientes. Pero agradezco, no se lo negaré, que haya alguien al otro lado.

¿Se considera afortunado?
Por más que crea en el principio de acción reacción y en la equivalencia igualitaria –en el mérito, en definitiva–, no podría no agradecer lo mucho o poco logrado.

¿Cuál diría usted que es su mayor mérito?
Quizá cierta capacidad, no para el esfuerzo, sino para el sostenimiento del esfuerzo en el tiempo. Y alguna competencia para valorar el tablero al margen de mis deseos.

¿Ha pensado ya su epitafio?
«MUCHO MEJOR AHORA».