«Para entrar en la memoria popular es preciso el relato»



Puede que no lo parezca porque es sencillamente perfecta pero Azucre es la primera novela de Bibiana Candia (A Coruña, 1977), una autora conocida, hasta ahora, por sus incursiones en la poesía (La rueda del hámster, Las trapecistas no tenemos novio) el relato (El pie de Kafka) o el artefacto narrativo (Fe de erratas) además de una dilatada trayectoria como periodista cultural en diversos medios. Azucre narra la historia de los 1744 jóvenes gallegos que, a mediados del siglo XIX, tuvieron que abandonar sus hogares y toda su vida en busca de un futuro mejor en Cuba, trabajando en las plantaciones de caña de azúcar, para acabar siendo vendidos como esclavos por un compatriota sin escrúpulos: Urbano Feijóo de Sotomayor. Una historia tan real como escalofriante que ahora pone fin a un silencio de siglos.

¿Por qué Azucre?
Yo nunca me vi a mí misma escribiendo una novela como Azucre pero la historia de los gallegos esclavos se impuso a cualquier otra idea desde el mismo momento en que conocí el suceso y comprobé documentalmente que era verdad. Además de lo poderoso del relato me obsesionaba encontrar la razón de por qué no conocíamos esta historia, por qué no estaba insertada en nuestra memoria popular, cómo podía ser que un suceso tan trágico que había afectado a tantas familias no hubiese llegado hasta nosotros igual que han llegado, por ejemplo, la memoria de los naufragios o la historia de Romasanta, el hombre lobo de Allariz, que tiene un pequeño cameo en la novela. Llegué a la conclusión de que no conocíamos la historia porque no nos la habían contado, porque no habíamos tenido acceso a un testimonio personal de los protagonistas. Para entrar en la memoria popular es necesario el relato, la voz que apela directamente a la condición humana. Los datos y los documentos oficiales son reveladores pero no causan el mismo impacto que un testimonio, de esa certeza nació Azucre y lo hizo con una urgencia que no me dejaba pensar en nada más.

Es una historia sobrecogedora y, sin embargo, está narrada de una forma tan hermosa… ¿Es esa belleza de la que Azucre está impregnada su forma de rendir homenaje y redimir a todos y cada uno de aquellos rapaces?
Es parte del homenaje, sí. Cuando indagas en un tema tan terrible como la esclavitud es muy fácil caer en lo gore y regodearse en la crueldad gratuita pero hay que tener presente que una vez sobrepasado cierto límite los recursos narrativos pierden potencia. Es inevitable porque nos acostumbramos a todo, incluso a lo brutal. Por eso cuando me planteé seriamente la escritura de Azucre, una de las ideas que tenía más presente era que tenía que ser una novela bella. La búsqueda de la belleza era también un modo de buscar el desasosiego de los lectores a través de esa especie de disonancia cognitiva que se produce al estar visualizando una escena terrible que es, al mismo tiempo, estéticamente atractiva.

No hay una sola página que no contenga al menos una o dos frases de esas que se quedan a vivir dentro de uno para siempre. ¿Cuánto tiempo tardó en escribir esta novela?
El proceso puramente de escritura fue bastante rápido, entre junio y octubre de 2019. Lo que pasa es que yo ya llevaba trabajando en la novela, documentándome, pensándola y planificándola, desde finales del verano de 2017. Diría que esas frases lapidarias se gestaron en ese proceso previo de reflexión y documentación.

«Como te ha gustado Azucre te gustará Claus y Lucas de Agota Kristof», asegura el algoritmo de Goodreads. ¿Está conforme con esa equiparación?
No tenía ni idea de que el algoritmo lo recomendaba. Claus y Lucas ha sido uno de los libros que más me ha impresionado en los últimos años, me gusta mucho esa coincidencia. No soy consciente de haber pensado en Agota Kristof cuando escribí Azucre pero es verdad que tienen puntos en común: los protagonistas son jóvenes en situaciones muy extremas y ambas novelas son la narración de aquellos que vivieron la historia desde los márgenes. Solemos desconfiar de los algoritmos y les imputamos siempre malos motivos pero en este caso concreto me ha dado una alegría.

Además de ese tono épico y contenido a la vez, cercano al de Kristof, encuentro reminiscencias de Pardo Bazán, Galdós...
Desde el principio tenía claro que no quería escribir un pastiche de una novela del XIX pero al mismo tiempo necesitaba que la voz narrativa diese la sensación de haber viajado en el tiempo hasta nosotros. Tomar como referencias a Galdós y Emilia Pardo Bazán era la única opción posible aunque, en mi caso, hizo falta limpiar muchísimo el texto de detalles accesorios. Hay que tener en cuenta que esta novela va dirigida a lectores del siglo XXI que tenemos ya una memoria visual inmensa, por eso no tenía sentido caer en descripciones que resultarían redundantes o explicaciones que solo engordasen la historia sin aportar nada nuevo.

También hay un cierto poso de Neira Vilas. ¿Influyó de alguna manera a la hora de crear personajes tan reales y tangibles como Orestes Veiga, el Tísico, el Comido o el Rañeta?
Leí Memorias dun neno labrego cuando yo tenía más o menos la edad de Balbino, el protagonista. Fue una de mis primeras lecturas serias y me impactó muchísimo. Aunque cuando eres pequeño no consigues captar todos los matices de una novela, lo que a mí me marcó fue reconocer a un personaje que era un niño como yo y de una aldea como la de mis abuelos, es decir, que no había apenas distancia entre nosotros aunque se suponía que él había nacido, al menos, un par de generaciones antes que yo.

Me sucedió algo muy parecido cuando pensaba en los 1744 gallegos que se fueron en los barcos a Cuba, sentía que los conocía incluso antes de pensar en escribir la novela. Yo vengo de una familia de labradores y la vida rural en Galicia no cambió tanto desde mediados del siglo XIX hasta mediados del XX, la vivencia y la memoria de los rapaces no estaba tan lejos de aquella que yo he escuchado a mis abuelos y bisabuelos. Los personajes surgieron de manera muy natural, sin forzar nada, y fue precisamente el verlos con tanta claridad lo que me impulsó a escribir la novela, quería que los lectores tuviesen la misma sensación que yo tuve cuando leí Memorias dun neno labrego, que mirasen a los protagonistas de Azucre como iguales.

Se aprecia ese esfuerzo por no engordar el relato. Es una novela muy visual. Cada capítulo es una secuencia, una fotografía que casi se puede palpar. ¿Puede estribar ahí el éxito de Azucre, en la renovación del género de ficción histórica?
Lo que yo me propuse fue tratar de reproducir cómo sería el relato popular de esta historia si hubiese viajado en el tiempo hasta nosotros, es decir, si durante generaciones los diferentes protagonistas reales hubiesen contado a sus hijos y a sus nietos qué fue lo que les pasó. De ahí esa voz narrativa que es una amalgama de voces distintas que se cruzan, se contestan o a veces hasta se corrigen. Mi verdadero interés era hacer ingeniería inversa de esa narrativa y conseguir insertar el relato de Azucre en la memoria popular. Para eso eran muchísimo más importantes los recursos de la ficción que los documentales, tenía que quitar de en medio todas las distracciones en forma de datos, descripciones redundantes o escenas de relleno. Lo que me interesaba era crear unos personajes sólidos y unas escenas muy plásticas, contando con que los lectores hoy día tenemos la memoria visual más grande de la historia y está muy condicionada por el cine y las series. Por lo demás me ceñí estrictamente a la mirada de los protagonistas desde el mismo título, que está en gallego, hasta en el modo de llamarlos rapaces, porque ellos no se llamarían a sí mismos de otra manera. 

No me planteé Azucre como una novela histórica, en realidad. Entiendo que, de manera estricta, entre en la categoría pero lo que yo buscaba era la reconstrucción de un testimonio en forma de relato popular.

A la hora de abordar la suerte de todos estos gallegos forzados a abandonar su hogar, ¿tuvo algo que ver su propia experiencia vital como emigrada en Berlín, estar tan lejos de su tierra natal?
Mi experiencia en Berlín no es comparable, ni de lejos, a la de los gallegos de Azucre ni a la de los trabajadores españoles que se fueron a Alemania a mediados del siglo XX. Lo que sí es cierto es que vivir lejos, incluso con todos los privilegios de ser ciudadana europea, te hace más sensible a la realidad de estar apartada de tu círculo conocido. Cuando llegué a Berlín no hablaba ni una palabra de alemán, en tales circunstancias una pequeña gestión burocrática puede convertirse en un problema insalvable y te obliga, en muchos casos, a depender de la buena voluntad de la gente con la que te encuentres. Es una sensación de fragilidad horrible, especialmente para aquellos que llegan en situación de necesidad o que no tienen un pasaporte o una visa que les dé ciertas garantías. 

El tiempo que pasé en Alemania me ha hecho más sensible a esa realidad que muchas veces permanece oculta para los que nunca abandonan su país y creo que es una experiencia muy educativa. Se dice muchas veces que el racismo se cura viajando, yo no lo creo. Si hay algo parecido a una cura debería ser pasar por enfrentarse a la vida en un lugar extraño, sin red de seguridad, ni idioma conocido.

La primera edición no ha durado ni 21 días en librerías. ¿Le sorprende la acogida que está teniendo su novela?
Sí, yo tenía mucha fe en esta historia pero no esperaba que la respuesta fuese tan inmediata y tan rotunda. Me emociona especialmente cómo Azucre ha conectado con la experiencia universal de la emigración y la acogida de los personajes por parte de los lectores

Hablábamos antes de Neira Vilas y sus Memorias dun neno labrego, con que los niños gallegos despertamos a la realidad más oscura de nuestra tierra. ¿Se imagina Azucre estudiada algún día en las escuelas, como la historia de Balbino?
Tal vez eso sea ya soñar muy fuerte, pero sería tan bonito...