Al otro lado de la calle, una mujer
a las siete y media de la noche,
–digo así porque, en invierno,
no existen las tardes en Praga–
tímidamente alumbrada
por la última luz que sobrevive
en el indicador de su parada.
Yo vuelvo a mi hotel, o eso procuro, 
pero tengo mi cabeza en otra parte. 
Ahora mismo desearía comenzar
a vivir mi vida desde cero.
Interpretar el papel
del payaso bueno
en este circo.
Ella está seria y ausente, 
permanece muy quieta, como una estatua
de sal sobre las aguas del Moldava.
Su larga melena oscura no tiene fin:
desciende desde su cabeza
hasta el mismísimo
centro de la Tierra.
Algo la distrae. 
Enciende su teléfono
y siento que es solo una excusa
para mostrarme su cara por última vez. 
Aunque dudo que le importe
esa luz azul le favorece.
Su nariz es afilada 
como la cresta de un pájaro. 
Tal vez porque la edad 
no ha hecho más que enrarecerme
siento que ha crecido también 
mi fascinación por las 
narices extrañas.
Qué maravilla, pienso.
En este ángulo, la luz 
ha convertido su rostro
en un raro reloj de sol 
desnortado por la noche.  
Llega su tranvía y me despido
mentalmente de esa vida 
que acababa de empezar
solamente en mi cabeza.
Feliz de que ella fuese
más inteligente que yo.
Miro a mi alrededor:
ahora soy yo el que está solo
en su acera, a las ocho 
menos veinte de la noche,
tímidamente alumbrado 
por una emoción fugaz
y pasajera.
