La muerte del tío
*Una memoria de Kyiv antes de la guerra |
Tres grandes arcos blancos nos reciben. Como era de esperar, de todos cuantos cementerios hay en Kyiv, hemos venido a dar al más miserable. Tras cruzar la entrada principal –más parecida al acceso a un parque de atracciones– y caminar unos kilómetros hasta el punto donde tendrá lugar el entierro, Zdeněk y yo nos apoyamos a descansar en la pared de una mole brutalista color ceniza que, por la gran cruz de su fachada, debiera ser una iglesia, aunque por su aspecto pudiera ser también una cementera o cualquier otra fábrica siniestra.
Cantan sin ganas los pájaros en los árboles. Recuerdo que la última vez que estuve con Zdeněk fue ante la tumba de Hrabal en Hradištko. Le digo: “¿Has visto que siempre terminamos en algún cementerio?”. Se encoge de hombros y mira hacia arriba; hay nubes que anuncian tormenta. Tras pensarlo un rato, responde: “No todo mundo cementerio. Alguno en mar también”. Y, señalando solemne al foso donde descansará el féretro de su tío Jozef, apunta: “Pero así quiere brother-mother”. Me ha pedido que no escriba aquí su apellido ni tampoco el nombre del cementerio y es justo que así sea.
No me atrevo a preguntarle la causa de la muerte de su tío nonagenario. Aún así, con él casi nunca es necesario hacer preguntas. Antes de que los operarios municipales acudan a abrir la puerta trasera del coche fúnebre, se acerca y me dice al oído: “Brother-mother sad. Brother-mother no want to live”. Entiendo, aunque me cuesta imaginar cuánto cansa llegar vivo a los 92. “Brother-mother…”, empieza a explicar, pero se lo piensa mejor y opta por la mímica: inclina su cabeza hacia adelante, saca la lengua y, con los ojos en blanco, alza despacio su puño derecho desde su cuello hasta el cielo, como recorriendo una fina soga de aire. De modo que se ahorcó. Vaya. Le contesto que a veces es mejor así y, nada más pronunciar estas palabras, me arrepiento. Pero él asiente. Asiente y dice: “Alguno vez… Sí.” Nos quedamos en silencio frente al tétrico agujero y, mientras empiezan a sacar el cajón del coche, Zdeněk repite más convencido: “Sí.”
Y, como en una película, el cielo se rompe en ese preciso instante. Cae sobre nuestras cabezas una lluvia tibia y cortante. El ataúd, cargado de gotas que resbalan como lágrimas furiosas, comienza a descender lentamente al fondo del foso entre aromas de bosque y árbol mojado. Al tocar tierra, sus pocos allegados lloran y gritan cosas que no entiendo y yo mantengo la mirada fija en las palas, remendadas y oxidadas, con que los trabajadores de la muerte habrán de sepultar para siempre lo que queda de aquel hombre desgarbado y gruñón que, de joven, ayudó a construir la casa de Bohumil Hrabal en Kersko.
El oro de Jozef
Concluida la ceremonia, entre abrazos y tal vez demasiado enérgicas palmadas en la espalda, Zdeněk se despide uno por uno de sus seres queridos. Espero a que nos quedemos solos para comentarle que he observado que colocaban sobre su lápida una placa de granito con la figura de un avión de guerra. “No sabía que también fue piloto”, le digo. “¡Oh! No piloto…”, responde. “Él construcción, pero gustando aviones. Siempre mira en cielo aviones”. Bien. Le pregunto qué decía, entonces, la gran inscripción en cirílico que había justo debajo y, por primera vez, Zdeněk sonríe: “Estaré fuera un tiempo.” Y abre bien sus brazos y matiza: “¡Tiempo largo!”
Ya fuera del cementerio, antes de abandonarme a mi suerte en la parada del autobús que debe llevarme a la ciudad, me pregunta: “¿Tú quiera ver algo?”. Le digo que sí, claro. Siempre quiero. Se ríe mientras introduce su mano en el bolsillo interior de su chaqueta de más de cuarenta años. “¿Tú preparado?”, pregunta con ojos brillosos. “Yo preparado”, le digo. Y abre su puño despacio, desplegando sus dedos rosáceos como pétalos de cerdo, para enseñarme su tesoro: quince dientes de oro. Quince relucientes dientes de oro que alguien arrancó de la boca de su tío Jozef. “¡Brother-mother! ¡Ahora: Zdeněk! ¡Zdeněk invita tú cenar!”, anuncia apuntándome con su dedo morcilloso antes de volver a guardarse los dientes, con sumo cuidado, en el bolsillo.
Un café en Podil
Ahora estoy solo y viajo sentado en uno de los primeros asientos de un autobús que desconoce el significado de la palabra obsolescencia. La aplastante longevidad de los medios de transporte en Ucrania es francamente digna de estudio. Con un ojo puesto en las confusas indicaciones que Zdeněk me ha dejado escritas en una servilleta de papel, no desaprovecho la oportunidad de observar la ciudad a lo lejos, partida en dos por el inmenso río Dniéper –Boristene para Herodoto y más tarde Danapris– que quizá haya tenido más nombres a lo largo de su historia que viajes hizo el griego.
En esta parte de la ciudad, si es que se le puede llamar ciudad, se hace auténtica ostentación de la pobreza. Son frecuentes aquí edificaciones ruinosas, fachadas de aire, ventanas tapiadas con ladrillos y coches destartalados, incluso abandonados, junto a la carretera. Me siento culpable y privilegiado a la vez. Es inevitable pensar en los Sex Pistols cuando hacían apología de unas vacaciones baratas en la miseria de los demás. Así me siento ahora mismo, entre tanto rostro triste y circunspecto. Llevo más de medio día aquí y, salvando al flamante heredero Zdeněk, aún no he visto una sola sonrisa. Pero me figuro que es algo normal en esta era de miedo global y en estas latitudes devastadas por el olvido.
El autobús avanza renqueante entre ostensibles quejidos de los ejes y el motor. Aferrados al respaldo del asiento delantero, dejamos atrás el enjambre de autovías y carreteras secundarias para adentrarnos finalmente en Kyiv. A medida que lo hacemos, los edificios comienzan a proliferar a ambos lados con la voracidad de los helechos en lo que resulta una amalgama generosa de estilos arquitectónicos; una alternancia anárquica de bloques grises y viejos palacios descoloridos, exuberantes y deprimentes, donde prevalece una intensa sensación de belleza abandonada, de rendición a lo inevitable, de hermosa derrota.
Llego a Podil, donde está mi hotel, poco antes de las dos. Por suerte, ha dejado de llover. El viejo centro de Kyiv brilla ahora sobre el inmenso manto de agua que ha cubierto el suelo de espejos donde se multiplican, radiantes, los edificios. Bajo este tímido sol que asoma entre nubes busco un lugar donde comer algo en la infinita plaza Kontraktova, que se extiende a lo largo de varias manzanas, más allá de donde la vista alcanza, y lo encuentro frente a la estatua del cosaco Sahaidachny, un local de comida tradicional con vistas a la plaza donde llenar una bandeja de platos deliciosos cuesta menos de tres euros al cambio. Me sorprende el ridículo precio del tabaco, pero ni siquiera así sucumbo a su fatal encanto. Con el café tengo más que suficiente.
Una hora después, un nuevo sol alumbra mis pasos mientras recorro tranquilo la calle Petra Sahaidachnoho hasta la plaza Poshtova, donde tomo el funicular que me llevará a San Miguel. Allí debo encontrarme con Zdeněk, según la servilleta. Hago tiempo hasta las siete paseando por Mykhailivs’ka, que conduce a la Plaza de la Independencia, Maidán Nezalezhnosti, popular por la Revolución Naranja de 2004 y, diez años después, por el Euromaidán y posteriores protestas prorrusas. Se respira una calma extraña. Un aire de caos contenido sobrevuela todo como una amenaza. Algo flota en el ambiente, en apariencia tranquilo, del centro financiero de la ciudad. La plaza está partida en dos por la Khreschatyk, la arteria principal de Kyiv, una avenida inmensa y caudalosa cuya estética estalinista contrasta con la invasión atroz de letreros de marcas internacionales. Conserva su encanto gracias a un puñado de majestuosos edificios de principios del siglo pasado y algunos enormes arcos ante los que merece la pena detenerse.
Se acerca la hora y empiezo a desandar mis pasos hasta el Ministerio de Asuntos Exteriores, un templo colosal y blanquísimo próximo al monasterio, y subo unos metros por Desyatynna hasta llegar a la deslumbrante iglesia de San Andrés, en lo más alto de la ciudad. Me gustaría entrar, pero no quiero hacer esperar a Zdeněk. Me lo encuentro en San Miguel, absurdamente elegante, como un niño el día de su comunión. Lo primero que me cuenta es que todo ese enorme conjunto que preside la plaza fue comedor para estudiantes en la época comunista. Lo adereza con varias imprecaciones e insultos a Stalin que omitiré. Le digo que yo he comido bien y barato. Se alegra. En el centro de la plaza hay un bello monumento dedicado a la princesa Olga y una parte de la fachada de San Miguel, me explica, sirve para recordar el Holodomor, la gran hambruna de 1932-1933, donde murieron entre tres y diez millones de personas, estima Zdeněk en un cálculo devastador aunque algo impreciso. “Very drama today… No more drama”, concluye. Y me lleva a cenar a un japonés con la ilusión de quien visita Marte por primera vez. En realidad, todo es bastante marciano con él al lado. Pero así está bien. No more drama today.
La patria son los demás
Amanece muy pronto en Kyiv y debo regresar a Praga de noche, por eso me cito temprano con Zdeněk, que me sumerge en las profundidades del Metro con cierto entusiasmo. Las estaciones son como las imaginaba, tristes y oscuras, sobrias en comparación con otras ciudades europeas, y algo sucias también. Lo que más me sorprende es descubrir que existe otra ciudad bajo la gran ciudad, una especie de sub-Kyiv que resguarda a los kievitas de los rigores del invierno y del calor del verano. Existe una comunidad alternativa, un plan B lleno de tiendas, pasadizos y aroma de zoco, un laberinto de calles bajo las calles. Me cuenta Zdeněk que hasta hace no mucho había un inmenso busto de Lenin que ocupaba toda una pared de la estación de Teatralna. En realidad, sigue estando ahí aunque ya no se vea. Cuando la población empezó a destrozar los símbolos del régimen comunista, las autoridades no tuvieron más remedio que ocultarlo tras un tabique. No por deseo de conservarlo, sino porque era francamente difícil de mover. Pesa más de seis toneladas. Unos artistas decidieron después pintar esa pared que recordaba a un nicho. Resolvieron que un teatro, haciendo honor a la estación, era la mejor solución. Y eso es lo que se ve ahora: un patio de butacas desde el escenario, con el telón abierto de par en par.
Llegamos a Arsenalna, la estación más profunda que existe, y después de unos cuantos minutos de ascenso superamos la diferencia de más de ciento cinco metros hasta llegar a la superficie. Fuera hace un día radiante y hasta parece que la gente quisiese sonreír. Zdeněk me guía por la gran avenida que lleva a la Madre Patria. Es curioso este interés que siento por el patriotismo de los demás. Supongo que, como buen apátrida, necesito comprenderlo. Y bajo la colosal figura de acero inoxidable comprendo que Kyiv, como el resto de Ucrania, es un lugar extraño, bipolar, que se debate entre la franca hostilidad y una vaga esperanza. Como esas personas aplastadas por la vida que, pese a todo, insisten en conservar la sonrisa. La de esta ciudad no es una sonrisa real, es una trampa; una mueca dibujada en las fachadas de los edificios, levantada sobre una historia de dolor y sometimiento constante. Así se han fraguado a lo largo de los siglos este ánimo generalizado y esta innegable nostalgia que impregna cada mísero rincón, traducidos en un patriotismo exacerbado y legítimo, en verdadera ansia por volver a ser lo que una vez fueron. Un mágico deseo de venganza que los hace absolutamente irresistibles.
Ya en el aeropuerto de Boryspil, Zdeněk me acompaña hasta la puerta de embarque. Antes de despedirnos con un auto-abrazo, me dice: “Quiero dar cosa”. Tiemblo pensando que se trate de un diente de oro, pero no lo es. De su cartera saca aquella vieja foto de su tío Jozef y Pipsi durante las obras en casa de Hrabal. Me la entrega. Le digo, sin abrazarle porque no se puede, que la cuidaré muy bien. “Hasta luego pronto, ¿sí?”, dice Zdeněk. “Hasta luego pronto”, le contesto.